martes, 20 de abril de 2010
La Marquesa de Yolombó
sábado, 17 de abril de 2010
Una primavera para Doménico Guarini
lunes, 12 de abril de 2010
Una novela china
“Una novela china”
César Aira
Inicio
Una historia, cualquiera, se desvanece, pero la vida que ha sido rozada por esa historia queda por toda la eternidad. El recuerdo se borra, pero queda otra cosa en su lugar. La tierra toma formas eternas, mientras que el agua se adapta a la fugacidad de las cosas, transcurriendo sobre ellas. No se pierde en los repliegues de la multiplicidad sino que toma de ellos una cualidad de infinito que la vuelve perfecta e inmodificable. En cuanto al aire, es un destino de las cosas y las vidas; cuando sólo el recuerdo se aferra a los giros de una hoja desprendida, el vacío que ha cavado en el aire intermedio entre los cielos delicadamente superpuestos y la tierra opaca resplandece de pronto, en una eternidad que imita la del silencio y oyen los que tienen el oído muy aguzado. Pero las vidas pasan, y con ellas todo lo demás: civilizaciones, imperios, y hasta la visión y la belleza de los paisajes en su ciclo acuarelado de estaciones. No lo creemos, pero es así. Nunca podremos creerlo, porque nos distrae la irisada contemplación de nuestras propias vidas que se reflejan en otros, en otros innumerables, a veces amados. La ciencia de la Historia ha creado un gran malentendido en ese aspecto. Sucede que, por definición, la Historia no admitirá que es irreal. Y sin embargo deberíamos buscar en la irrealidad su definición.
Nudo
Distraído en esa contemplación de la luna y de la oscuridad móvil y turbulenta tras la cual aparecía, tropezó y tuvo la mala suerte de caer de cara en el barro: un desastre. Afortunadamente no se lastimó, pero eso fue peor para su ropa: al no encontrar ningún punto de resistencia en la caída, se hundió en un lodo que lo revistió de pies a cabeza. Se levantó, chorreante e incómodo, y debió hacer el resto del camino con los brazos y piernas abiertos. Lo peor fue que le provocó risas a la señora Whu, y asustó consiguientemente a Hin, que ya estaba con el camisón puesto, con una colección de dibujos recortados dispuesta a lo ancho y largo de la mesa. Se preparó él mismo el baño, y una vez en el agua, que aromó con hierbas, pensó: Esta mujer debe odiarme. Era una de esas cosas sin motivo, que tantas veces asoman en la vida.
Final
El resto fue trivial y cortés; se casaron para las fiestas de la primavera. Tienen dos hijos, el mayor ya en la universidad. Lu Hsin cumplió setenta años hace poco, goza de excelente salud, y sus trabajos prosperan. Actualmente dirige un proyecto comunal de forestación de alturas en las montañas Verdes
(Editorial De Bolsillo, 2004)
domingo, 11 de abril de 2010
Una novelita lumpen
“Una novelita lumpen”
Roberto Bolaño
Inicio
Ahora soy una madre y también una mujer casada, pero no hace mucho fui una delincuente. Mi hermano y yo nos habíamos quedado huérfanos. Eso de alguna manera lo justificaba todo. No teníamos a nadie. Y todo había sucedido de la noche a la mañana.
Nudo
Su nombre real era Giovanni Dellacroce. Eso ni el boloñés ni el libio lo sabían, menos aún mi hermano, que en esta historia, siento decirlo, hizo el papel de primo, que era a lo que abocaba su edad y su falta de estudios. Su nombre artístico era Franco Bruno. La gente lo llamaba Mister Universo, pues había obtenido ese título dos veces, ambas al principio de la década de los sesenta, o Maciste, que fue el personaje que interpretó en cuatro, tal vez cinco, películas, todas de gran éxito, tanto en Italia como en el resto del mundo. Había nacido en Pescara, pero desde los quince años vivió en Roma, en un barrio de los suburbios, Santa Loreto, al que consideraba su barrio y por el que sentía, en ocasiones, una gran nostalgia, aunque cuando la fortuna estuvo de su lado compró la casona de via Germanico donde yo lo conocí la noche en que me llevaron.
Desenlace
Durante muchos días, sin embargo, estuve a la espera de una mala noticia. Leía la prensa (no todos los días porque no teníamos dinero para comprar el periódico a diario), veía la tele, escuchaba las noticias de la radio en la peluquería, temerosa de encontrar la figura final de Maciste tirado en el suelo, en medio de un charco de sangre (su sangre fría), y junto a él las fotos tipo carnet del boloñés y del libio, mirándome con nostalgia desde una página o desde la pantalla de nuestra tele que ya era realmente nuestra y no de nuestros padres muertos, como si las fotos de ellos, los asesinos y la víctima, el asesino y las víctimas, fueran la señal de que en el exterior aún persistía la tormenta, una tormenta que no estaba localizada sobre el cielo de Roma, sino en la noche de Europa o en el espacio que media entre planeta y planeta, una tormenta sin ruido y sin ojos que venía de otro mundo, un mundo que ni los satélites que giran alrededor de la Tierra pueden captar, y donde existía un hueco que era mi hueco, una sombra que era mi sombra.
(Editorial Anagrama, S.A., 2009)